Todas llevan a ‘Roma’

“La vida puede ser triste, pero siempre es bella”, dice el personaje de Ferdinand en ‘Pierrot le Fou’ (1965). Esa frase siempre me ha fascinado, pues habla de encontrar una estética pura y sin compromisos hasta en los entornos trágicos. Queda claro que los últimos abundan.

El director de esa película, Jean-Luc Godard, acuñó una frase que encaja perfectamente con la anterior, y con lo que comunica ‘Roma’ (d. Alfonso Cuarón, 2018), una obra divisiva y, quizá por ello, brillante: “La realidad es complicada. Las historias le dan forma”. Anoten esas máximas quienes crean que Cuarón tiene una deuda con el realizador francés, por favor. 

Déjenme aclarar que yo no creo que tal deuda exista. Tampoco voy a sumarme al manojo de listillos que consideran que el mexicano no aporta nada nuevo, anunciando como descubridores del huevo frito que se apoya tanto en la estética visual como narrativa del neorrealismo italiano. Vamos a aclarar algo: Cuarón no tiene saldos pendientes con Godard, Visconti o De Sica. Y ciertamente no nos debe nada a ti o a mí. 

Alfonso Cuarón nada más quería contarnos una historia personal. 

Y lo que salió fue algo más… universal. Tenemos ante nosotros un filme inequívocamente mexicano, con sólidos roles femeninos pese a que su contexto histórico ubicaría lógicamente a la mujer en situaciones de plena sumisión. Es una obra que no busca glamorizar la condición servil del indígena, sino de darle una voz que llega a destiempo y que hoy día seguimos sin comprender. Una trama que se abstiene de telegrafiar su gran contexto y prefiere ubicarnos en los sucesos, para que percibamos la realidad por mérito, no por adoctrinamiento.

Ah, y logra lo anterior con una fotografía impecable, un diseño de producción exquisito y evocador, una perspectiva humana casi sin precedentes, un cuadro actoral novato donde la protagonista jamás se había plantado en un set de filmación, un lujo simbólico lleno de discreción y mesura, una belleza caótica… y un perro como único recurso humorístico.

No, queridos: Cuarón no nos debe nada. Si no te gusta su estilo o su película, todo está bien, no estamos ante un producto que busca el aplauso fácil. Es una labor más propia de un artesano que de un innovador, y eso está muy bien. Las dos películas previas de Cuarón, ‘Gravity’ (2013) y ‘Children of Men’ (2006) ya le ganaron un lugar como un visionario de la técnica, un hombre en busca de retos de manufactura. Y es que esos los resuelve cualquier cerebro izquierdo (analogía falaz pero útil, no me arroben), mientras que se requiere un talento especial para emocionar sin manipularnos. 

¿No me creen? Busquen contar de forma coherente un acontecimiento histórico relevante a través de su unidad de influencia más básica: la forma en que les afectó a ustedes, personalmente. En el peor de los casos serán criticados con el sobado “no puedes hacer que todo trate sobre ti”. Y en el mejor de los casos hallarás la metáfora perfecta, la dimensión correcta para sentir empatía hacia tu historia, hacia tu contexto. Bueno, felicidades si logras esto último. Sólo deja decirte que eso es justamente lo que Cuarón logra en ‘Roma’, una y otra vez: narrar esa historia chiquita, que tantas veces has pasado por alto, con la heroína más improbable como vehículo… y hacerla sonar grandilocuente, poética. 

El ritmo de ‘Roma’ puede parecerte cansino o reiterativo en el arranque, pero es hora de que seas honesto: lo que encuentras cansado es el mundo donde se desarrolla. Y es que es el mundo que hemos perdido. No había ubicuidad de pantallas distrayendo a cada miembro de una familia, sino una sola, un televisor de 24 pulgadas (a menudo en blanco y negro) que congregaba a la sociedad en su unidad básica después de los alimentos. Sí, los alimentos también se consumían en familia. ¡Aterrador!

No lo tomes como nostalgia manipulativa, ésa era la realidad. También era real la rutina de una familia de clase media, con su organización jerárquica donde la figura paterna dominaba tiránicamente los tiempos y atenciones, así fuere en algo tan trivial como estacionar el auto en la cochera. Y la realidad es que la ilusión de movilidad social se reforzaba siempre con la presencia perenne del personal de servicio.

Ah, el discreto, frecuentemente sometido personal de servicio. Esas invisibles presencias que hacían funcionar las vidas de personas a quienes llegaban a apreciar, pero donde nunca se alcanzaba el elusivo pertenecer. El amor a “Libo”, la nana indígena a quien el director dedica el filme, jamás se pone en duda. ¿Cómo hacerlo cuando el resultado es una confesión emocional que suena a acto de contrición? No sé qué tan cercanos a la realidad de la infancia de Cuarón sean los hechos, pero me queda claro que sabe de ese gran problema que nos afecta a los clasistas, racistas y pretenciosos mexicanos nacidos en el ‘Arriba y Adelante’ de Echeverría: el país de muchos en verdad le pertenece a muy pocos. 

Una vez que esa rutina de servicio queda establecida, ‘Roma’ construye su historia a base de pequeños dramas que se entrelazan en un tejido social común, con intrincados y sutiles matices. Aquí los hombres que abandonan. Allá el embarazo no deseado. Una soledad que encuentra compañía en un dolor difícil de expresar. Un cariño genuino por personas cuya cuna no compartimos, mientras sentimos un rechazo hacia nuestra propia sangre. Una búsqueda de equilibrio que es tan difícil de encontrar en el día a día como en un ejercicio de concentración dirigido por un musculoso Profesor Zovek.

Y en lo alto, recordándonos que hay otros mundos, otros dramas: aviones. Aparecen esporádicamente, forzando a que apartemos la vista de esas calles llenas de color dentro de la monocromía. Y sus estruendosos motores se pierden en una sinfonía urbana extraída de recuerdos, de jingles radiofónicos y chirriar de tranvías. El diseño sonoro de ‘Roma’ es una de las creaciones más prodigiosas que haya explorado el cine mexicano, y negarse a su embrujo es perderse de otra meticulosa y artesanal aportación que el proyecto puede presumir sin miedo alguno.

Pero el eje de todo es Cleo (Yalitza Aparicio). La Cleo que permite que leamos su mente dejándose arropar por la cámara en momentos de vulnerabilidad y de resolución. La Cleo que ama a “su niño”, pero no desea ver nacer a su niña. La Cleo bilingüe, cuyo español parco y respetuoso disfraza la alegría que resuena en su mixteco nativo. La Cleo que se pierde en un recuerdo de su origen cada vez que el viento levanta la tierra y la hace volar entre los árboles. La Cleo, carajo. Siempre la Cleo. No se puede decir suficiente de ella, y espero de corazón que la historia del cine le rinda justicia.

Un querido amigo, de esos que son más familia que simple amistad, me retó a no justificar mi crítica a ‘Roma’ mediante lo evocativo o lo emotivo. Imagino que sería un ejercicio tan inútil como afirmar que lo que me hace llorar del ‘Clair de Lune’ de Debussy es que está compuesta en Fa Mayor. ¿Cómo explicar que hay una escena en un hospital cuyo profundo dolor se comunica con una precisión despiadada… misma que he vivido de primera mano, permitiéndome certificar su autenticidad? ¿Les cuento de aquella vez en que mi familia y amigos apagamos un incendio en un bosque, igual que como lo cuentan en la pantalla? ¿Necesito relatar las visitas infantiles al negocio familiar de telas, ubicado en la calle de Campeche, y la forma en que mis pasos hicieron eco emocional gracias a una evocadora visita del elenco al desaparecido Cine Las Américas?

¿Para qué?

Me quedo con esos dolorosos pero necesarios anuncios de divorcio, con esa inclemente resaca de la playa de Tuxpan, con esa ilusión de morir acompañados mientras se mira al cielo desde una azotea. Me quedo con niños que todavía jugaban a ser astronautas, sin importar si lo hacían en lodazales de barriadas pobres o en los arroyos de una idílica campiña.

Me quedo con la idea de que el pulquito y el aguardiente le hacen bien al bebé, con el morbo análogo del adolescente que hojea revistas en un quiosco, con armas de fuego que amenizan picnics y que matan disidentes en las calles, con Siempre en Domingo y La Pantera, con el pretencioso lujo del Galaxy y la austera practicidad del Renault.

Me quedo con esos vastos lienzos pintados de luz donde seguimos una historia, mientras al fondo se desenvuelven docenas más. 

Me quedo con la historia de Cleo, porque ayuda al egoísta fin de recordar un poco de mi historia. No sea que me toque ser el primero en olvidarla. 

Y es que, parafraseando las líneas iniciales, la vida tiene derecho a ser triste, pero eso no niega su belleza.

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