‘Bohemian Rhapsody’: Cada quién su Freddie

Mi película de Queen muestra la niñez de un joven Farrokh Bulsara en su natal Zanzíbar. Lo vemos asistir a clase en un colegio de monjas anglicanas, sopesando su fe zoroastra frente a la de sus educadores británicos, enfrentando las burlas de sus compañeritos de escuela por causa de su prominente dentadura, y sobreponiéndose a todo con un talento musical nato, floreciente.

Mi película de Queen tiene una escena donde la banda y David Bowie se reúnen para las grabaciones de ‘Under Pressure’. John Deacon crea ese incomparable riff de bajo sobre la incompleta ‘Feel Like’ de Roger Taylor, mientras David Bowie y Freddie Mercury improvisan versos entre copa y copa de vino, línea y línea de coca. Brian May intenta convencer a los dos andróginos ídolos de que la mezcla de la canción no es la apropiada, pero todo se convierte en un duelo de egos que dura 24 horas ininterrumpidas.

Mi película de Queen culmina con la grabación de ‘The Show Must Go On’. Es una auténtica prueba de fuego para el físico de un Mercury devastado por el sida. May le ofrece atenuar un poco los pasajes vocales más exigentes, a sabiendas de que su amigo no puede dar mucho más de sí. “Oh Brian, you’re fucking making me tear my throat to bits again!”, protesta el cantante mientras se levanta lastimeramente del sillón en el estudio. Freddie se yergue ante el micrófono, pide que corra la cinta y procede a grabar el himno más desgarrador de la banda… en una sola toma.

“I’ll face it with a grin

I’m never giving in

On with the show”

Todo muy emotivo en mi cabeza. Pero el problema de evaluar una biopic emana de dos situaciones muy claras, más allá de que el subgénero suele ser impreciso por naturaleza. Por un lado nos gana la admiración por el sujeto de la película (y no nos engañemos, ‘Bohemian Rhapsody’ es una película sobre Freddie Mercury, más que una película sobre Queen). Y por el otro, sucede lo que describo al principio del texto: todos tenemos nuestra propia película de Queen.

Antes de su estreno, el público potencial del filme se mostraba preocupado por una aprobación de 60% en Rotten Tomatoes. “Pues al parecer no está buena”, era el comentario recurrente. Después de ver la película me interesa leer lo que otros colegas opinaron, en especial si su calificación fue reprobatoria. Curiosamente me topé con muchos argumentos basados en lo que les hubiera gustado como temas centrales de la película, no necesariamente en lo que vieron en la pantalla. Punto adicional para desconfiar de los críticos (incluyendo al que lees en este momento, por supuesto).

Traiciona tanto las raíces étnicas como la sexualidad de su protagonista”… “Pudo ser una poderosa declaración sobre los derechos LGBTTTIQ, pero se conformó con clichés”… “Si ya habían accedido a un actor de origen egipcio, ¿por qué no esforzarse un poco más y buscar a un parsi para interpretar el rol?”… “Mercury era mucho más que posturas andróginas sobre el escenario y pasión por los gatos”… y así, ad infinitum, ese sustancial sector que desea que las agendas sociopolíticas le roben lugar a las misiones primarias del mejor cine: entretener y emocionar.

Y por si fuera poco, olvidan lo más importante sobre la estrella de esta historia: antes que ser parsi, gay, temperamental, víctima del sida o ídolo de la música… Freddie Mercury siempre fue un crowd pleaser. Vivió para hacer vibrar al público, para borrar cualquier idea preconcebida que tuviéramos sobre la persona y quedarnos así con la música. Con la voz. Con el show.

No dejes que nadie te diga que ‘Bohemian Rhapsody’ está para arrasar con los premios de la industria, pues es un proyecto demasiado accidentado para aspirar a tanto. La producción experimentó más arranques en falso que una reforma educativa. Cambió de protagonista primero, de guión después, y de director en el transcurso del rodaje. Muchos críticos prácticamente salivaban ante la perspectiva de un fracaso en taquilla, pues los flops de alto perfil siempre garantizan clicks.

Y no, no es una joya de manufactura perfecta. Tiene demasiadas libertades creativas para serlo, además de que posee ciertas inconsistencias narrativas indefendibles (al parecer el resto del grupo sólo merece un backstory limitado a lo que estudió cada miembro en la universidad). Sin embargo, este filme es una especie de joya familiar: un preciado recuerdo que puede carecer de valor artesanal, pero nos damos el lujo de pasarlo por alto pues su estimación real reside en una trascendencia que se ha compartido generacionalmente.

Las carencias de la película vienen en materia de estructura, con pasajes apresurados que presentan cierto desconcierto para quienes buscan entender una clara línea de tiempo en torno al ascenso del grupo, de un desordenado proyecto musical universitario a la banda que hacía vibrar a centenares de miles de fans en monumentales giras mundiales. Y está claro que muchos de los conflictos han sido engrandecidos con miras dramáticas: los pleitos internos, la complicada relación de Freddie Mercury con su manager personal Paul Prenter, incluso las discusiones con ejecutivos de la disquera (amalgamados en un personaje ficticio a cargo de Mike Myers) son meras exageraciones para un proyecto musical que siempre se distinguió por ser atípicamente armonioso.

Pero esto da pie a que la historia se entretenga en mostrar una de las interpretaciones más espectaculares que se hayan logrado en torno a un artista icónico. Rami Malek ES Freddie Mercury, de los pies a la cabeza. Cada uno de los manerismos, los gestos teatrales y dramáticos, los cambios de voz relativos a los estados de ánimo, todo el conjunto de expresión histriónica nos retrata fielmente al vocalista andrógino y explosivo en escena, que más bien solía volver al retraído inmigrante una vez que bajaba la guardia de su persona pública. Esto es consistente con testimonios y biografías, pero los matices sutiles que logra el actor son un logro mayúsculo.

Los hirsutos muchachos de Queen. De Izquierda a derecha: Ben Hardy (Roger Taylor), Gwilym Lee (Brian May), Joe Mazzello (John Deacon), y Rami Malek (Freddie Mercury). Foto: Alex Bailey.

Si bien el resto del grupo no obtiene tanta cámara como Mercury, los retratos de cada uno de los miembros son fieles y atinados. El Brian May de Gwilym Lee es educado y profesional. Ben Hardy captura correctamente la personalidad de rockstar que era parte de la esencia de Roger Taylor. Y el discreto John Deacon, ese imprescindible “Quiet One” de todas las grandes bandas, obtiene varias líneas memorables y una sardónica complicidad con el trabajo de Joe Mazzello.

La órbita en torno a la banda también se ve bien servida por actores capaces. Allen Leech sobresale como el mencionado Prenter, con su trayectoria de mascota servil a antagonista práctico. Aidan Gillen cubre el rol del ejecutivo musical ambicioso, mientras que Tom Hollander equilibra la balanza como el abogado (y eventual manager) del grupo Jim ‘Miami’ Beach. Pero los mejores parlamentos al lado de Freddie pertenecen a Lucy Boynton como Mary Austin, la mujer que fue el amor de la vida del cantante y que presenció sus altibajos personales más allá de los que ocurrieron en el plano profesional. La amiga que se dio cuenta… y aún así eligió quedarse con el hombre que quiso vivir casi todo con ella.

Y todo lo anterior, en el fondo, no importa. Es en serio. Este análisis saldrá sobrando cuando puedas presenciar los 25 minutos finales de una recreación sin precedentes del Live Aid ’95: el momento en la historia de la música rock donde el mundo entero se detuvo para ver a su máximo frontman conquistando una corona que jamás le será arrebatada. La significación anecdotal de lo ocurrido en ese concierto es bien sabida, y ha cobrado nueva vida gracias a YouTube y a la capitalización de la nostalgia. Aún así, nada puede prepararte para la vibrante realidad de ver a Freddie Mercury moviendo a una audiencia de 72,000 personas en Wembley, y unos cientos de millones más vía satélite.

La tensión previa a tomar el escenario. Los ecos de la multitud resonando desde el graderío. El detalle meticuloso de cada gesto, cada movimiento, cada prop, el dinamismo de un grupo robándose el momento y haciéndolo parte de su legado… todo es perfecto. Ni las omisiones de un par de temas por cuestión de ritmo narrativo (las esperamos en el Blu-Ray, claro) pueden hacer mella en una de las secuencias más memorables que se hayan logrado en un biopic musical.

La trascendencia de ‘Bohemian Rhapsody’ se debe a varios momentos emotivos, engarzados entre canciones inmortales que resuenan con los recuerdos de muchos, sí, pero va un paso más allá. He podido ver la película con fans devotos de Queen y con personas que escasamente sabían de la existencia de la banda, pero hay consistencia y comunión en esos minutos climáticos. Son minutos de euforia y de trascendencia, pero también de lágrima y nostalgia. Son lo más cercano que muchos estaremos de vivir en carne propia lo que debió pasar por la mente de cuatro estudiantes de una universidad británica, quienes recordaron en ese preciso instante que, al final del día, lo único que debe importar es dejar satisfecha a la audiencia.

Y es en ese momento cuando puedo olvidarme de la película de Queen que hubiera deseado ver, y esta se convierte en MI película de Queen: cuando olvido que los escándalos, los vicios, las inconsistencias, la intolerancia y la tragedia nunca serán opacados por la grandeza de Freddie haciéndonos cantar a coro.