MAD MEN: Réquiem por un espectacular bastardo

PUBLICADO ORIGINALMENTE EN MEDIUM, 18 DE MAYO DE 2015

Despidámoslo como se merece. Levantemos el Whisky Old Fashioned, con la vehemencia necesaria para provocar el tañido de una pareja de hielos que se desgastan con cada trago. Dejemos el Lucky pendiente de los labios, bocanadas de humo conduciendo alquitrán hacia los pulmones en gradual e inevitable necrosis. Riámonos de los sentimientos ajenos cuando no coincidan con los propios, aniquilemos con la mirada desdeñosa, conduzcámonos como amos del universo vendiendo medias de nylon y carruseles que viajan en el tiempo. Hagamos llorar a nuestros colegas con un comentario hiriente o con un pitch inspirado.

Traicionemos confianzas, principios y un buen nombre que no nos fue heredado, sino que tomamos ventajosamente en un “crimen de oportunidad”. Quememos puentes que se restablecen mágicamente, antes de que las cenizas se entibien siquiera. Destruyamos matrimonios ajenos con la misma facilidad que los propios. Sintamos arrepentimiento, sin saber cómo procesar los pasos más simples para remediar lo injuriado.

Conquistemos a alguien por el solo hecho de que estamos en la posición de poder para hacerlo. No por amor, no por admiración o por conveniencia. Porque podemos, y listo. Vivamos existencias de escapismo ocasional, regidas por códigos de vagabundos que saltan a bordo de trenes de carga y llevan a cuestas su legado en bolsas de papel. Seamos el gran premio para un empleador, y a la vez su peor pesadilla de irresponsabilidad e insubordinación.

Seamos todo eso, pues el original ya no lo es más. Seguramente ha sido remplazado por múltiples émulos de estructura patética, desatinada. Ya saben, aquellos que creen que todos los rasgos e idiosincrasias antes mencionados son admirables, cuando no son más que el bastión erigido sobre una plataforma endeble por alguien que inventó al personaje para no lidiar consigo mismo y un pesado bagaje de familia. El cobarde más audaz, el borracho más funcional, el ególatra más inseguro, el espectacular bastardo que conocimos como Don Draper.

Hay algo trágicamente grandioso en la saga de este antihéroe engominado y suave. Es un Odiseo que emprendió un viaje sin rumbo, cayendo reiteradamente en situaciones que le abrieron puertas hacia lo correcto y lo noble, brindándole oportunidad de justificar su existencia con algo más que la explotación de la creatividad con fines mercenarios. El hecho de que siempre eligió la peor opción, la más egoísta, la más conveniente a sus propios intereses, es testamento de que Matthew Weiner aprendió mucho de su paso por The Sopranos a la hora de crear personajes llenos de carencias, pese a aparentar ser poseedores de lo que todos envidiaron en algún momento.

Don Draper y su perfecta Betty en un principio. “Superman y la princesa Grace”, los describió alguien con genuina admiración. Las superficiales vidas de los dos pavorreales estaban predestinadas al fracaso, por obvias razones, pero… ¡ah, qué bien lucían juntos cenando al fresco durante ese viaje exprés a Italia! Una hija y dos hijos, casa en los suburbios, podadora, nevera, televisión, un auto, otro auto, un auto mejor, el sueño americano contenido en un clip de sudorosos billetes verdes, siempre saltando del bolsillo de él para frenar los problemas antes de que se desbocasen. Ella, tan rubia y tan vacía. “Yo solía ser modelo, ¿sabes?”, en su reiterada cantaleta de señora mimada sin aspiraciones reales. Otro matrimonio para ella, amarrando su vida a la de un mediocre operador político que siempre apostó por el caballo perdedor. Y ese triste desenlace, con un adiós telefónico a larga distancia en el que la llamaron Birdie con genuino afecto, por última vez: desgarrador.

Más éxito para él, claro. Secretarias desfilando ante sus ojos como carne fresca. Un viaje a California que se convirtió en el cortejo más raudo de la historia. Una trophy wife canadiense y voluntariosa, con ínfulas de actriz y una madre desquiciada a cuestas. El departamento de lujo en Manhattan, las fiestas con “Zou Bisou Bisou” que encendieron libidos de sus colegas y miradas de odio por parte de todas las mujeres allí presentes. Otro interludio destinado al fracaso. 

Y luego más affaires con casadas, más mezclas de negocios con placer. Una agencia en expansión constante, con intervalos de crisis que siempre se iban a resolver en los finales de temporada. Esos paneles divisorios llenos de historias sórdidas, contando temas que nos eran familiares por el contexto histórico, claro, pero también por reflejar a la perfección el mundillo corporativo y sus estereotípicas presencias. El socio fundador excéntrico, casi olvidado en su refugio de pies descalzos y arte precursor del tentacle pornnipón. El otro socio interpretado como una máquina irrefrenable de one-liners y cínicas visiones de un legado que se esfumaba con cada nuevo cambio de nomenclatura en la papelería. Y de ahí hacia abajo el cúmulo de esbirros aspiracionales.

La bomba sexualizada y pelirroja que recorría los pasillos como un galeón en pie de guerra, disfrazando la eficiencia tras una cortina de miradas lascivas como escudo protector. ¿Acostarse con un cliente a cambio de contarse entre los socios? Suena nauseabundo, y sin embargo perfectamente justificable a ojos de quienes participaron en la cruda maniobra. El malcriado ejecutivo que se engaña a sí mismo creyendo que merece la felicidad plena, para toparse una y otra vez con puñetazos a la cara que le situaban de nuevo en la realidad (algunos de ellos kármicos, incluso). Y presidiendo la procesión, pero partiendo desde el último sitio, la secretaria que sobrevivió acosos y embarazos no deseados para convertirse en motor creativo, en contraparte perfecta del protagonista, en figura alegórica tratando de romper el glass ceiling a base de propuestas ingeniosas, de forzarse a ir un poco más allá con tal de demostrarle a su renuente mentor que pertenecía allí.

Y muchas otras figuras pasaron por las oficinas de Sterling-Cooper, en el proceso de añadir apellidos al masthead y de incorporar siglas, hasta la inevitable adquisición cuasi hostil por parte de McCann. Pretenciosos literatos de cubículo, hombres que perdieron un ojo en el cumplimiento del deber, ingleses suicidas, gays que nunca lograron escapar del clóset, creativos paranoicos, acólitos del mensaje televisivo, rivales convertidos en socios, socios convertidos en clientes, hirsutos directores de arte, trainees con aspiraciones elevadas, hijos de amigos, consultores, clientes, recepcionistas, más secretarias, familiares incómodos, gigolós, esposas y maridos transitorios, elevadoristas y hasta una mujer que comenzó su vida en un granero, para terminarla como una astronauta en un piso 37.

Pero más allá de los parteaguas históricos que enmarcaban las eras de Mad Men, nos quedaremos con su ritmo de largas pausas y silencios significativos. Instantes donde “cierra la puerta, toma asiento” podían anticipar las mejores o peores noticias en las vidas de sus personajes. Esos pequeños comentarios que provocaban tormentas de consecuencias de una manera orgánica, con la misma progresión de un chisme de pasillo o de una conversación furtiva en un restaurante para plantear una gran oferta por debajo del agua. Pocas series han podido darse el lujo de tener una permanencia tan prolongada cultivando un estilo narrativo que tiene más en común con la literatura que con la televisión. Los previamente mencionados Sopranos, en efecto. The Wire, quizá el ejemplo más claro de que se puede “leer” la TV. Y ahora Mad Men. Que se ha ido, por cierto. Otro trago largo al Old Fashioned, para procesar la mala noticia.

Si algo podía irritarme de quienes llegaban a criticar el ritmo de la serie era el comentario de “es que no pasa nada en este capítulo”. Nada más falso. Cada episodio era para degustarse, cada diálogo podía saltar de lo acerbo a lo chusco a lo dramático en el transcurso de unas pocas frases, abriendo puertas que se cerraban varios capítulos (o temporadas) más adelante. Y qué satisfactorio era recorrer esas puertas cuando volvíamos a ellas, cuando entendíamos ese gran mundo de consecuencias donde los actos del pasado no se quedaban convenientemente ahí, en el pasado. Todo podía regresar, y a menudo lo hacía de la manera más estrepitosa. Un desaire en un capítulo solía tornarse en revancha años más tarde, y esa cíclica belleza de las consecuencias fue siempre una de sus cartas más fuertes.

Pero no nos desviemos de lo que significa ese final. Presumo que nadie leería esto sin haber pasado por ese último capítulo, claro. El logro más grande de esta serie, en mi opinión, fue desarrollar personajes plenos y con trayectorias interesantes bajo la premisa más simple de la verdad humana: la gente no cambia. Puede adaptarse a ciertas condiciones, e incluso replantear caminos cuando la ocasión lo exige, pero la esencia se conserva. El Don autodestructivo, egoísta y prepotente tuvo múltiples rasgos de humanidad y consideración a lo largo de esas siete temporadas, pero siempre terminó por recaer en sus obvios vicios. La resistente Peggy no se doblegó jamás, ni ante los abusos emocionales de su maestro ni ante las circunstancias propias de una mujer abriéndose camino entre la falocracia galopante (nota mental: “Falocracia Galopante” sería un gran nombre para una banda de rock). Y así podríamos recorrer a cada uno de los personajes centrales de la serie, descubriendo en ellos una naturaleza humana bien definida, aún en un clima social y culturalmente cambiante.

Por eso fue tan hipnótico el ver la desaparición gradual de Don en la persona de Dick Whitman, despojándose un poco cada vez de todo lo que lo hacía… Draper. Un peregrinar a lo Kerouac, extrayendo billetes de un sobre que enflacaba en intervalos, intentando reconciliarse con alguien a quien abandonó por presunta necesidad hacía tantos años. Whitman no nació para tener la esposa perfecta, los tres hijos, el perro y la casa en los suburbios. ¿A alguien le pareció extraño que no pudiera volver a esa vida, aún pesando sobre el futuro cercano la condena del cáncer sobre Betty y las existencias a futuro de unos hijos a quienes nunca llegó a conocer?

De igual forma fue demoledor el encontrar eco en su vacío al escuchar la confesión del hombre que se sentía atrapado dentro de un refrigerador: siempre mirando distante a una familia que nunca lo elegía al abrir la puerta, con una luz que se encendía y apagaba en reflejo fiel de una esperanza sostenida en vano. Esa comunidad New Age de la narcisista California pudo haber sido motivo de sátira y de burla para Don Draper cuando era alguien seguro de su lugar en el status quo, pero para el errante hijo bastardo de una prostituta constituyó una auténtica estación término: el punto donde pudo recibir al sol y reinventarse… una vez más.

Las grandes series suelen ganarse sus finales. Breaking Bad lo hizo a la perfección, con la claridad y finalidad de Walter White/Heisenberg muriendo como un capo de enigmática leyenda. Tony Soprano vivió en una especie de limbo entre su vida gangsteril y su inseguros instintos, de ahí que su final camine la delgada línea entre morir sin darse cuenta y simplemente quedar suspendido en el éter argumental. Six Feet Under hizo de la inevitabilidad de la muerte una belleza, cantada con Sia como fondo, y eso no se puede desdeñar. The Shield tuvo su justicia poética, por cruda que esta nos pareciese.

¿Cómo funciona, pues, el final de Mad Men? Eso es a gusto de cada persona. Los que quieran pensar que el protagonista siempre tuvo la opción de volver a casa, tendrán la extraña asociación de ubicar a Don Draper como el creativo de la campaña más exitosa y memorable en la historia de Coca-Cola, un Olimpo creativo que fue hecho posible por un momento de claridad al meditar en el borde de un acantilado, mirando al Pacífico. Otros preferimos creer que la sonrisa de satisfacción, entonando un gutural mantra, significa el dejar atrás todo lo que Don creyó indispensable en algún momento de su vida. Aprender a prescindir de las cosas es el acto sublime de liberación, algo que lo mismo pregona Buda que Tyler Durden.

Y existirá quien vea la icónica secuencia de créditos como esa gran broma anticipando el final de la serie, desde el primer capítulo de la misma. El ejecutivo que entra a su suntuoso despacho y mira cómo su mundo se derrumba… su caída entre anuncios espectaculares y marcas de renombre… su descenso final hacia el abismo… y por último: aterrizar sano y salvo en un sillón, sentado cómodamente mientras el cigarrillo encendido humea entre sus dedos. Porque la gente no cambia. Tan solo vuelve a caer en otra espiral, en otro lugar, en otro tiempo. Y sigue siendo quien era en un principio.

Te voy a extrañar, espectacular bastardo.