Sé que hay muchos allá afuera agitando puños al aire y empleando hipérbole como si la fueran a prohibir: “Ninguna serie ha tenido un peor final en la historia de todas las series de todas las TVs de todo el mundo”. Perdónales, Game of Thrones. Son gente que de plano no ve mucha TV, o de memoria corta, o que se inconforma si la cosas no son tal cual las han imaginado.
No, no fuiste la serie perfecta. Pero sí la más importante. Y es que veo difícil que se vuelva a repetir el fenómeno de un serial televisivo como experiencia social a lo grande. Tendrían que conjuntarse muchos factores, muchas variables que veo distantes, por no decir inexistentes.
Tengo vagos recuerdos de la infancia en torno a finales significativos en la historia de la televisión. Mi primo Pepe saltándose la reja de su casa en Cozumel para abrir la puerta de la casa y que la familia Sempere en pleno entrara a ver el final de ‘Los ricos también lloran’, tras una salida en tropel a cenar en la que se olvidaron la llaves dentro del domicilio. Yo no sabía quiénes eran los ricos ni por qué lloraban, pero los rostros absortos de la mayoría de mi parentela me bastaron para entender que aquello era un hito.
Años más tarde acabó otra telenovela, ‘Vivir un poco’, que tenía un cierto elemento de whodunit en su última entrega, y en esa sí tenía yo una cierta inversión emocional. Sabía quienes eran los personajes, la trama y que había un par de actrices en el elenco perfectas para ir despertando mi incipiente libido de púber. Ese final nos pescó en Valle de Bravo, y retacamos una docena de familiares y vecinos en una enorme camioneta van que usaba mi papá para los largos trayectos carreteros durante su etapa como piloto de carreras. La camioneta tenía, como curiosidad tecnológica, un autoestéreo de marca apócrifa que poseía una diminuta pantalla de TV. Aparcamos en la parte más alta de un camino donde los árboles se abrían lo suficiente para que la débil señal aérea nos permitiese al menos escuchar el dichoso episodio. Suena a prehistoria. Lo era.
Esos eventos que congregaban a todo mundo alrededor de una pantalla se fueron espaciando con el tiempo. Live Aid definió a mi generación, pero a mis padres les pasó de noche el suceso y solamente tras una reciente convivencia con Bohemian Rhapsody descubrieron su significación histórica. Los grandes acontecimientos científicos no despiertan la curiosidad de la llegada a la luna, así que solamente nos hemos reunido a presenciarlos cuando terminan en tragedia, ¿recuerdan al Challenger?
Es triste, pero creo que últimamente nos reunimos más a ver atentados terroristas, guerras que se transmiten en vivo o cataclismos mundiales que a discutir sobre un drama o una comedia. Por eso extrañaré mucho Game of Thrones. Todos teníamos puntos de vista, hipótesis, evaluaciones histriónicas, comentarios grandilocuentes para escenas memorables, la capacidad para actuar por compás una muerte significativa o un combate singular. Mi propia afición la convertí en un podcast, mismo que me ha facilitado el intercambio de opiniones con mentes igualmente ocupadas en esa ficticia Westeros, en su minucia y su leyendas. Hasta amigos nuevos he obtenido de esta serie, vamos…
Y no, no es perfecta. Las obras más ambiciosas difícilmente lo son, pero al menos los señores de HBO compensaron un poco llenándome la pupila con eventos de la pantalla que nunca se habían visto a esta escala. Una cosa era una película y otra cosa era la TV, y esa marcada división en cuanto a manufactura y valores de producción se eliminó para siempre con GoT. Vi la transfiguración de un drama complejo, donde las grandes batallas a veces se reducían a encuadres cerrados de los desenlaces… hasta que se convirtieron en monumentales esfuerzos con miles de extras, cientos de caballos, dragones, muertos vivientes, tormentas de hielo, cascadas de fuego, todo cada vez más grande, más impactante. Extrañaré eso.
Extrañaré mucho el ver una serie donde jamás me salté los créditos de apertura. Los familiares acordes del tema épico compuesto por Ramin Djawadi, el recorrido por esa maqueta mecánica donde surgían las ciudades y regiones en la que se desarrollaría la trama, la emoción cada vez que aparecía una nueva locación. Eso no me había ocurrido desde que Battlestar Galactica mostraba cuántos humanos quedaban vivos en la flota interestelar al inicio de cada episodio. Pero aquello era apremiante, angustiante. En Game of Thrones cada inicio encerraba la promesa de posibilidades.
Pero creo que extrañaré mucho la magnitud narrativa. Me fascinan esas series llenas de personajes entrañables, donde hasta los que sólo tienen un par de líneas de diálogo cada media docena de episodios aportan algo relevante a una gran historia. Y ver GoT era jugar a enlistar favoritos. Saber qué tantos de ellos servían a tales o cuales facciones, eran buenos o malos dependiendo de nuestras propias simpatías, podían morir en un abrir y cerrar de caprichos por parte de su creador, todo eso tenía magia. Jugar a reimaginar su elenco con otros actores, o con jugadores de NFL, o con dibujos animados en Los Simpson fue siempre un deleite. Descubrir nuestra afinidad con alguna casa, con su lema y su escudo, era un ejercicio de pertenencia.
Y todo se traducía en experiencias de la vida real. Las fiestas temáticas. Gente disfrazándose de The Hound o de la Khaleesi en Halloween. Escuchar alaridos en la casa del vecino cuando ocurría un sorpresivo deceso o una hazaña incomparable, en un terreno que antes parecía exclusividad de los eventos deportivos. Pero no, ahora era con una serie de dragones, de caminantes reanimados más allá de la muerte, de una bruja roja calentona y de un enano promiscuo. Eunucos, inválidos, gigantones de buen corazón, lobos colosales, niñas asesinas, viejitas envenenadoras, ¿cómo no amar una serie así? Nos dio muchas más alegrías que los momentos en los que nos pudo desesperar. Me quedo con un balance positivo, pese a toda mi propensión a sobreanalizar las cosas.
Quizá ahora entiendo mejor ese final ambiguo en The Sopranos, que aún hoy día despierta tanta polémica y crispa los nervios de tantos televidentes. Creo que David Chase resolvió ese enigma de cómo culminar algo tan grandioso sin darle gusto a nadie en particular: dejar que todos imaginásemos el desenlace real. En Game of Thrones hubiera sido imposible, es obvio. Los fans han cosechado centenares de miles de firmas exigiendo una repetición de la temporada concluyente, ¿creen que no se levantarían en armas si no supiesen los destinos finales de Jon, Sansa, Arya o Tyrion? Impensable.
Ahora me queda repasar la serie incansablemente, como me ha sucedido con The Wire, Deadwood, Breaking Bad o Halt and Catch Fire. También esperar a que vengan nuevas series situadas en otras épocas de Westeros. Este vasto universo que concibió George R.R. Martin aún da para mucho, y los libros pendientes son solamente un detalle más para nutrir esa sed de historias. Pues las historias son lo más poderoso, unen a la gente. Lo dijo ese promiscuo enano, y sabía de lo que hablaba pues él “bebe y sabe cosas”.
Lo voy a extrañar más que a nadie, creo…