“Dime lo que ves afuera. Descríbemelo todo”, implora Vasily, el bombero, desde su cama de hospital. Su cuerpo entero es una quemadura radiactiva, con llagas y pústulas que manchan sus sábanas y almohadas. Le ha pedido a su joven esposa, Lyudmilla, que abra la ventana de la habitación. Ella enumera lugares para su pareja agonizante: “Veo la Plaza Roja… el Kremlin… la Torre Ostankinskaia… el mausoleo…”
“¿Ves San Basilio?” Hace falta toda la fuerza que queda en el maltrecho Vasily para hacer la pregunta. Sus labios hinchados dejan pasar cada palabra en un rictus donde el menor gesto es un suplicio. Ella reafirma que ve San Basilio, y que la catedral es hermosa. Pero su mirada no es hacia el exterior, sino hacia ese hombre que hasta hace unos días era el futuro patriarca de una joven familia con planes para el futuro. Y es la mirada más dulce que se pueda imaginar, la que uno sueña recibir del amor de su vida. Una lágrima escapa de la sonriente Lyudmilla al escuchar una gutural y ahogada risa de su esposo, quien logra articular una frase más:
‘Chernobyl’ es permanentemente desgarradora, heroica, exasperante, cruel, alegórica, cruda, realista y, a fin de cuentas, humana. Es relativamente fácil reconstruir grandes tragedias históricas a partir de alteros de bibliografía y testimoniales en video de los supervivientes. Nuestra era moderna nos muestra la realidad sin mayor filtro que la “mosca” de CNN en una esquina, y esa visión permea toda la edificación dramática. Los realizadores buscan enfoques atípicos para no aburrirnos, pero por lo general sabemos de qué va lo que estamos conmemorando.
Pero no es el caso de esta tragedia en particular. El hermetismo soviético pre-Glasnost aún mantenía los secretos más oscuros en una penumbra informativa, controlada íntegramente por el sistema. El Partido por encima de toda realidad, la infalibilidad del sueño comunista sin derecho a réplica por parte de los hechos, de las responsabilidades… de los muertos. Los vagos recuerdos que tengo de la catástrofe nuclear en esa remota región del mundo son de rumores imprecisos y de refrendos a las amenazas de aniquilación mutua.
Se decía que la radiación llegaría pronto a Europa Occidental, e incluso a América del Norte. Visiones apocalípticas sacadas de la película ‘The Day After’ poblaban mis horas previas al sueño profundo. Si se me cayó un pelo en la almohada o en la ducha, ¿es porque estoy irradiado? ¿Me voy a morir? ¿Por qué nadie confirma o desmiente el peligro que genera la explosión en la URSS?
Lo cierto es que nadie sabía nada. La serie de TV producida por SKY y HBO se encarga de recordarnos que en ese entonces Gorbachov no era aún, ya saben, GORBACHOV. Tan solo otro premier intentando equilibrar el discurso externo con la realidad de su inmensa nación. “Nuestro poder viene de la percepción de nuestro poder”, expresa el líder soviético, tras disculparse con aliados y enemigos por la potencial catástrofe que se cernía sobre el mundo entero, y que aún no tenían forma de combatir.
Si en algo debemos apreciar a ‘Chernobyl’ es en la representación explícita de los peligros detrás del control de la información y de la burocracia como potenciador de desastres. Un gobierno que pretende disfrazar las amenazas reales con retórica vacía se condena a sí mismo al fracaso irreversible. Esto es una verdad que se ha repetido incesantemente en la historia de la humanidad, y seguimos sin aprender la lección.
Elegir que la narrativa principal corra a cargo de la dispareja dupla de Valery Legasov (Jared Harris) y de Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård) es uno de los principales triunfos de la serie. El primero representa la frustración del conocimiento en la tarea sisífica de expresar la apremiante realidad de un accidente nuclear, ccuyas consecuencias eran de carácter global. El segundo comienza su arco dramático como un apparatchik más, justificando la doctrina partidista por encima de los hechos, hasta que la convivencia forzada con el escrupuloso Legasov comienza a modificar su postura.
Pero la magia real detrás de esta relación, que prácticamente inicia con la amenaza de meterle un balazo en el cráneo a un científico insubordinado, es verla transcurrir en ese infierno sobre la tierra que provocó movilizaciones de cientos de miles de personas. El sacrificio de vidas humanas, tan aparentemente sencillo cuando se dicta como un plan de gobierno, termina por ser una dolorosa amputación cuyas secuelas sensoriales seguirán disparando estímulos durante años, incluso décadas. Cuando un poderoso funcionario que no dudaba en mandar hombres a una muerte segura descubre con tristeza el encanto de una insignificante oruga, sabemos que algunas lecciones se aprendieron. Con dolor, pero se aprendieron.
Y en ese caos, en la tragedia emanada de la incompetencia disfrazada de triunfo político, las historias de heroicos bomberos se confunden con las de otro elenco interminable de héroes. “Lo harán porque debe de hacerse. Lo harán porque nadie más puede hacerlo. Y si no lo hacen, millones morirán. Si me dicen que eso no les basta, no les creeré”, declara Shcherbina al solicitar tres voluntarios para una misión que involucra recibir dosis letales de radiactividad. Y tres hombres se ponen de pie, dejando claro el apellido para que no sean un sacrificio anónimo más: Ananenko. Bezpalov. Baranov. Les siguen militares de carrera conduciendo vehículos forrados con plomo. O una cuadrilla entera de mineros de carbón. O jóvenes y más jóvenes que lo mismo aniquilan animales que limpian azoteas contra reloj.
Todos esos actos acompañados de la terrible música del contador Geiger son escenas más impactantes que las logradas por todo el cine de horror del presente año, sin ánimo de exagerar. Porque todo es real. No solamente en el recuento de los hechos que llevaron al accidente en sí, sino en la recreación fiel de esa Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas flirteando con un cambio de paradigma. Quienes vivieron esa sociedad en carne propia constatan la fidelidad lograda por los productores de ‘Chernobyl’, y por ello la misteriosa nación que controlaba su imagen con celo propagandístico queda al desnudo como una protagonista más. Ella se llama Pripyat y su abandono. Se llama Moscú y su arrogancia. Se llama el Puente de la Muerte, que en la inocencia de presenciar un incendio nocturno cubrió a todo un pueblo con cenizas que arrebataron docenas de vidas. Tiene muchos nombres, todos son elocuentes y narran su propia tragedia.
Amalgamar a toda la comunidad científica en la persona de Ulana Khomyuk (Emily Watson), es el obligado escenario de la ciencia convertida en conciencia. Pero lejos de ser el cliché de “se los dije” que vemos lo mismo en ‘Titanic’ que en ‘El Planeta de los Simios’, esa figura se encarga de ser un compás moral en la débil esperanza de un futuro. No había garantías de que lo ocurrido quedara en el renglón del incidente aislado, del infortunio atípico. Había que pensar en el mañana. Dar carpetazo al expediente tras un juicio con culpables preordenados era el status quo, y fue necesario romper la tendencia. Termina con el ostracismo y el aislamiento de alguien que, para fines prácticos, ya era considerado un Héroe de la Unión Soviética. El cuerpo inerte balanceándose desde la soga tenía otros planes para el final de esta historia, pero contrajo esa deuda ineludible con la verdad.
La verdad. Ese es el gran villano. ¿O es el héroe? Hoy se construyen realidades, presidencias y doctrinas a base de evitarla, y muchas personas que deciden el destino de millones instan a apartarla de nuestras vidas. ¿Qué tan mala será la verdad que le dedicamos tiempo útil a destronarla? “Cada mentira que decimos incurre una deuda con la verdad, y tarde o temprano esa deuda debe pagarse”, acusa Legasov en su testimonio. No habrá verdad que valga en su mundo. Tendrá que subsistir en unos cassettes que circulan furtivamente entre la comunidad científica, o en manos de algunos periodistas arriesgados. Y sí, esas verdades que tanto ofenden terminarán por imponerse. Lo que duele es que tarden tanto en hacerlo.
En la triste habitación donde se le acaban los minutos a Vasily, el bombero, unas gafas oscuras protegen sus ojos de la labor que sus párpados calcinados no pueden ejercer. Esta breve felicidad al lado de su Lyudmilla embarazada no ha de durar. El fin no será rápido, ni digno. El cuerpo que exhalará su último aliento en esa cama de hospital difícilmente podrá distinguirse como el de un ser humano. Pero él se aferra a su humanidad en esa risa apagada y en sus recuerdos de San Basilio, coronando la ciudad capital con sus domos policromos.
Pero la descripción que hizo Lyudmilla para Vasily fue una mentira más. La vista de la habitación no es hacia la Plaza Roja, sino a la fachada grisácea e indistinta de un dilapidado edificio gubernamental. No hay parejas paseando de la mano. Los niños no corren por las aceras. No hay nada que valga la pena recordar de este momento.
Aún así, ella lo sigue mirando con genuino amor. Eso es lo que importa. Algunas mentiras existen para rescatar la esencia de lo que somos.